domingo, 17 de octubre de 2010

Sweet or Bit

Enturbiando hoy mi café con Brahms, recordé que las mujeres poseen a veces esa tierna gentileza que solo es atribuible a la muerte.


Me pasó como aquel día en que durante el paseo vespertino hallamos una encrucijada demasiado simbólica, y te dije sin creer, que en el amor y en el arte la ternura es la fuerza, y te sonreíste, porque no te gustaban las citas, ni a mí citar.

Pero, en fin, había que decorar de algún modo el precioso descubrimiento, y decidí que si el otoño y la encrucijada no se explicaban a sí mismos, debía yo darles un sentido y embellecerlos con ese russian red tan boyardo y burdelesco.


Luego, ya en casa, nos quitábamos de encima los restos del aire limpio, nos viciábamos de nuevo, nos besábamos, nos bebíamos y nos perdonábamos que el día hubiese sido tan poco romántico y que hubiese tan poca sordidez en los arrebatos descritos por los viandantes pensionistas como innaturales y pecaminosos.

Hay veces que te quise asentimental, como un  fama despreocupado por mis conversaciones, y obviando las simplicidades que me maravillaban. Finalmente supuse que aquellos misterios te resultaban insípidos y que mis pormenores eran como las explicaciones del uso del color.

Me resultó curioso que te irritara mi forma de distraído que garabatea mientras se concentra al teléfono, o mis sentidas explicaciones sobre la forma o la dignidad del arte, como si el amor y el arte, las chispas de una vida muy pobre para viajar física y socialmente, fuesen el origen de las cosas que no te molestabas en comprender.

Me divertía que bailaras mientras ibas de copa en copa, con el traje cada vez más arrugado y la sonrisa cada vez más indecente. Había cierto arte, o cierta inclinación a su nacimiento, en la forma en que te desnudabas intentando que no se cayera ni un sorbo y había algo de equilibrio entre tu desnudez y mis ganas de vivirte. Siempre lo hubo, una furiosa regla de tres en la que la equis se hallaba ya despejada pero cuyo resultado aún no se mostraba evidente.

Comprendí ya, pero tarde y con otros cafés aparte, que no jugábamos las mismas matemáticas, que las encrucijadas y las citas, como las indecorosas y lascivas miradas, los golpes del ingenio alcoholizado y creador, sólo se explicaban por sí y en sí mismos, y no requerían adornos de bermellón putil para ser deseables, que cada minuto que se escapaba al pasado tras una copa, o un beso, o una estúpida conversación sobre el lirismo de Bill Evans, se convertía inexorablemente en recuerdo, y después, en sueño.

1 comentario: